...Si de compartir se trata...: Circulos de directivos que nos hacen y dejan PENSAR

sábado, 15 de diciembre de 2018

Circulos de directivos que nos hacen y dejan PENSAR

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CLARA FUE MI MAESTRA - Daniel Brailovsky

Clara fue mi maestra en sala de 4 años. Recuerdo que era, además de maestra, actriz. Que no era joven ni rubia, como se supone que son las maestras jardineras en los dibujos de algunas revistas didácticas, sino madura, morocha un poco canosa y de mirada dulce. Que nos hacía jugar mucho. Que para que aprendamos cuál era la derecha y cuál la izquierda, nos hacía apoyar una de las manos sobre un cuaderno, y pasaba corrigiéndonos por las mesas. Que nos hacía pintar unos dibujos bellísimos que traía mimeografiados, porque fotocopias todavía no había. Es poco lo que recuerdo, en realidad, y mucho lo que olvidé. Incluso puede ser que algunas de las cosas que creo conservar como recuerdos no sean en realidad otra cosa que reconstrucciones posteriores basadas en los relatos de mis padres. Sin embargo, la recuerdo como el centro de una experiencia intensa y trascendente. Íntima, profunda.

Cuando estudié para ser maestro, como ella, escuché decir a mis profesores que el argumento “quiero ser docente de nivel inicial porque me gustan los niños” no era suficiente. Forjé entonces la idea de que mi motivación era, al contrario, la de ver en los niños a los adultos que serían. Mi argumento era el siguiente: cuando yo camino por la calle, y me encuentro con diferentes personas adultas, algunas me resultan interesantes, me caen bien y quiero conocerlas, y otras no. Otras, todo lo contrario. Hay gente que roba, que mata, que miente, que vive una vida profundamente hundida en la infelicidad y el odio. No todo se ve a simple vista por la calle, claro, pero digamos que esto de “yo camino por la calle” no es más que un modo de encuadrar la reflexión en una pequeña historia. Ahora bien, el argumento concluía afirmando que todos ellos, los buenos y los malos, habían sido niños. Habían tenido dos, tres o cinco años y habían despertado la ternura de los adultos. Habían soplado las velitas, se habían tirado por el tobogán, habían visto la tele, habían ido al jardín, y a la escuela primaria. Y en ese momento, tal vez todos ellos eran niños adorables. Y pensé entonces que el maestro es aquél que puede mirar al niño y ver algo más que la ternura que le provoca. No es que la ternura esté mal, no. Pero quizás, pensaba, el maestro es aquél que tiene un compromiso con el adulto que ese niño será.

Clara había sido mi maestra, y quizás había visto en el niño que yo era, al adulto que podría llegar a ser. Quizás a Clara le importó ese compromiso, y tal vez por eso hoy la recuerdo. Busqué entonces a Clara, mi maestra de la sala de cuatro. Y la encontré. Viejita ya, me atendió el teléfono y escuchó atentamente mi relato. No tenía idea de quién era yo. Tal vez por compasión al final de la conversación creyó recordar mi apellido y me devolvió el gesto trayendo mínimos detalles, en los que reconocí como protagonista probable a mi hermano mayor. No tuve el valor para sacarla de su error, porque en realidad, aunque no estaba segura de asociar mi nombre o mi apellido con mi rostro, estaba complacida y emocionada de recibir ese llamado. Pensándolo mejor en los siguientes días, me di cuenta de que esa maestra tenía justo lo que yo me había imaginado, justo lo que creo que un maestro debe tener. Tenía una construcción ética de su lugar de maestra. No es que yo fuera “un número más”, sino que yo era uno, cada uno, cualquiera: éste.

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